Ha muerto Diego Armando Maradona. De un lado al otro del mundo la noticia cruzó los relojes de la humanidad y agujas se clavaron en ese instante, como si el tiempo se hubiera paralizado cuando su corazón dejó de latir. Un profundo silencio se extendió por toda la tierra.

Congeló las voces de los hombres y se estampó en el rostro de la vida con la certeza de su fallecimiento.

Nadie creía que Maradona podía morirse, ese rango no existe para los héroes, ni para los dioses. Él era lo uno y lo otro, un héroe  que realizó las epopeyas más prodigiosas del fútbol; y un dios de carne y hueso nacido en el barro de Villa Fiorito, un vecindario humilde del gran Buenos Aires donde se nace pobre y se muere pobre, donde el hambre de anuda en el ruido de las tripas y los techos de cartón y chapa dejan filtrar la lluvia como si fuera el llanto de Cristo.

Allí comenzó su historia, “la crónica de un niño solo”, como la diría Leonardo Favio. El “Diez” primero gambeteó el hambre y la miseria y después, cual un pequeño mago del potero, deslumbró en Los Cebollitas hasta hacer rugir el estadio de Argentinos Juniors. Allí debutó como profesional con tan solo 15 años, frente a Talleres de Córdoba. Desde aquel día su fama no paró de agrandarse, como tampoco su magia, su destreza, la maravillosa forma de manejar el balcón como un poeta de fútbol, prestidigitador, un genio nacida para dibujar en la tela de una cancha la mejor jugada, el mejor gol.

De Argentinos Junior pasó a Boca. En la Bombonera hizo llorar de alegría a los hinchas de unos de los clubes más populares de Argentina y el mundo. Después se fue, o se lo llevaron mejor dicho. Nadie quería perderse la posibilidad de tener en su club, en su país al dios de fútbol. Todos los querían ver, tocar, sentir su nombre en la garganta, gritar un gol, un pase, un caño, una media vuelta en el aire. Jugó en el Barsa, allí le arrancaron el ligamento y le fracturaron el tobillo de una patada. Pero su destino estaba marcado, nadie lo podría eludir su gambeta. El Napoli lo estaba esperando, lleno de hambre y sed de gloria. Entonces llegó él para saciar ese anhelo y hacer de un club de tercera de división del fútbol europeo el más grande de todos. La escuadra celeste alcanzó todos los honores deportivos mientras Diego vistió su camiseta. Junto a San Genaro, su patrono, en Napoli es venerado a la manera de un ser sagrado.

Su esplendor se hizo tan luminoso que su brillo eclipsaba a cualquier nombre sobre la tierra. Con la fama llegó también insoportable sensación de saberse un ser terrenal y le empezaron a apuntar a su talón. A ese blanco iban dirigidos todas las flechas de los mediocres, los envidiosos, lo hipócritas los malos. Le sentaron al diablo en el banquete de su gloria. No le perdonaban su genialidad, lo hicieron trastabillar mil veces, pero aquel día, cuando la selección Argentina en 1986 jugó contra Inglaterra, llegó l mano de dios y luego el gol más bello de toda la historia del fútbol. Un gol equivalente al David de Miguel Ángel, a la Sinfonía novena de Beethoven, al Guernica de Picasso.