La violencia ocurrida la tarde siesta del domingo en una cancha de futbol del barrio Municipal de Monte Quemado, era previsible que suceda. Lo habíamos anticipado porque la violencia genera violencia.

La entrada en vigencia el DNU 297/2020 que estableció el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio para frenar el avance del coronavirus dio lugar a la intercepción y detención de numerosas personas que incumplieron la normativa. A medida que los arrestos empezaron a crecer de manera exponencial, las redes sociales reflejaron casos de violencia institucional ocurridos a lo largo y ancho del país por parte de miembros de distintas fuerzas policiales, cuyas principales víctimas son integrantes de los sectores más vulnerables de la sociedad.

El Ministerio de Seguridad de la Nación pasó a disponibilidad a los efectivos bajo su órbita involucrados en hechos de ese tipo, y exhortó a sus pares provinciales dar una respuesta categórica a los abusos policiales frenando los abusos y otorgando oxígeno a las víctimas que habían sufrió  la asfixia de la  injusticia.

La comunidad de Monte Quemado pese a los abusos y la perfecta identificación del presunto autor no ha visto castigo para quienes ejercieron la violencia institucional. El caso más visible es la del oficial Gustavo Sosa, quien exhibe una deliberado y hasta provocativo amparo del poder político local. Hay denuncias concretas contra este funcionario, a quien inclusive mediante resolución a sus superiores lo trasladaron, pero pudo más la   influencia de su suegro, el intendente Manuel Catillo quien para mantener el dominio policial sigue descabezando jefes, al extremo que en estos cien días de cuarentena la comisaria comunitaria 22 de Monte Quemado ya cambió seis jefes de policía.  

Cuarentena futbol y violencia

El domingo en la cancha del barrio jugaban un partido de fútbol adolescentes. “Está mal, no debieran hacerlo, pero eso no da derecho a que la policía ejerza violencia”, dijo un vecino que —según aseguró— miraba desde su casa el partido. Agregó, “la policía en ningún momento intentó dialogar, vino a reprimir y hasta utilizó el factor sorpresa, entraron a la cancha con las camionetas efectuando disparos, poniendo en riesgo la vida de los chicos que estaban jugando. No eran grandes, tendrán de entre 12 o 14 años”.

Otros aseguraron que “los adolescentes que jugaban no fueron los violentos que reaccionaron contra la policía, sino fueron los vecinos del barrio los que salieron asustados de sus casas al escuchar las corridas, los gritos y llantos de los niños, porque había chicos de espectadores”.

Está claro en el relato de los vecinos entrevistados, todos coinciden con lo que se puede observar en un video que circula por las redes sociales: hay gente que sale de sus viviendas.

Este medio no justifica la violencia, si los vecinos tuvieron razón para sublevarse dejaron de tenerla cuando reaccionaron en forma violenta. Pero en otros artículos anticipamos que esto podía ocurrir. Las fuerzas actúan de esta manera en la cotidianeidad, pero se exacerban cuando se le otorgan facultades extraordinarias en el marco de una situación de excepción como la actual emergencia sanitaria.

Históricamente, en distintos contextos culturales, las instituciones policiales han mantenido relaciones conflictivas con los jóvenes. De múltiples maneras, estos personifican buena parte de lo que desde la mirada policial constituye el “desorden”. Despliegan sus actividades en los espacios públicos –aquellos sobre los que el celo policial coloca su mirada–, desafían a las “buenas costumbres”, construyen identidades a partir de transgresiones y reversiones de normas “convencionales”, se reúnen, juegan al fútbol, priorizan la espontaneidad y la diversión antes que el respeto y la circunspección. La policía debería entender lo que le cuesta comprender, CUIDAR NO ES REPRIMIR.