Hacia ya varias semanas que el doctor Bravo había sufrido el accidente que le privara de la memoria y desde aquel día permanecía en un mutismo imperturbable. Por esa razón, Alberto también cansado, había comenzado a introvertirse.

Como había quedado solo, su proyecto de rastrear a Sachaioj había entrado también en una etapa neutra. A medida que transcurrían los días se iban haciendo menos posible aquellas metas que habían abrazado con tanto entusiasmo hacia ya varios meses en la Capital Federal. Ahora solamente le interesaba sobrevivir, pues su situación al respecto había desmejorado ostensiblemente. Debía procurase su propio alimento y el necesario para su compañero. Los sufrimientos, las privaciones de toda índole estaban transformando a los hombres. Realmente y en lo que respecta al aspecto exterior, había un abismo entre aquellos entusiastas amigos que emprendieron una atrevida aventura y estos espectros sucios, mal olientes, flacos y desnudos que ni siquiera cruzaban miradas durante semanas enteras.

Alberto escribía de vez en cuando en su diario que guardaba con extremo celo en una pequeña cajita, la que a su vez enterraba al pie de un Tala. Cada vez que sentía ganas de escribir, sus manos endurecidas escarbaban la tierra blanca y reseca para extraer con pulso trémulo aquel tesoro. Entonces, releía las paginas ya escitas y más de una vez mojaba el papel con lágrimas de impotencia o quizás de miedo.

Muchas veces pasaban días sin probar bocado, pues no era fácil conseguir alimentos. El fuego, tan importante para ellos, era cuidado como la vida misma, pues ya no tenían fósforos para encenderlo cuando quisieran. Por supuesto, todo esto era el drama de un solo hombre: Alberto, pues como sabemos, el doctor Bravo, era un muerto en vida; llevaba una existencia vegetal.

Una tarde, nadie sabrá precisar jamás la fecha, Alberto regreso después de tres días de ausencia al lugar donde estaba emplazado el campamento. Se encontró con un espectáculo desolador: la carpa había sido completamente destrozada y sus pedazos estaban esparcidos en unos 50 metros a la redonda, por sobre los matorrales y por debajo de ellos. Igual suerte habían corrido los demás elementos y utensilios. Parecía que un huracán o algo parecido había destrozado todo, absolutamente todo. A la distancia pudo reconocer dos bultos. Eran los despojos ya casi descompuestos del doctor Bravo y piquico. No pudo soportar aquel espectáculo ni el fuerte olor que despedían los cuerpos y casi instantáneamente vomitó. Vomitó hasta que nada quedó en su estómago y un terrible dolor de cabeza le atenazada las cienes; cayó casi sin sentido, pero el zumbar de algunas moscas pesadas lo hizo incorporar y correr hacia los matorrales gimiendo como un animal asustado.

 Otra vez volvió la calma a ese campamento, donde la muerte había sentado sus reales con tremenda ferocidad. Nunca sabrá Alberto el tiempo que pasó llorando, con la cara al suelo, mordiendo aquel polvo salitroso y el cuerpo convulsionado por la pena y el miedo. Sin embargo, lentamente fue penetrando en él el sosiego y la normalidad volvió a su cerebro y a su cuerpo. Se incorporó despacio y con extraña determinación arranco un manojo de jarilla verde y haciendo una pelota con él, se lo llevo a la boca y a la nariz. Respirando a través de la hierba se acercó una vez más hacia el cuerpo de su amigo y del perro pues estaban casi juntos. A ambos les faltaba la cabeza; parecía que habían sido arrancadas con extraordinaria fuerza. El doctor Bravo tenia los brazos abiertos que formaban con el resto del cuerpo una cruz perfecta. Piquico en cambio tenia las cuatro patas destrozadas. Otra vez sintió esos deseos incontenibles de vomitar y el estómago se le contrajo violentamente, pero pudo soportar y sobreponerse, gracias al aroma de la jarilla que neutralizaban los olores. Miró hacia los espacios adyacentes y entonces reparó en las grandes pisadas… con seis dedos. Aquí estuvo Sachaioj – pensó – y un estremecimiento le corrió por todo el cuerpo helándole la sangre. Sintió tanto miedo, que, por un instante, dejó de respirar.