Caminaron en silencio, tratando de evitar los compactos matorrales espinosos que proliferaban debajo de los vegetales mayores. De tanto en tanto, el doctor Bravo usaba su machete para herir ligeramente la corteza de los árboles próximos al itinerario de marcha y explicó a Alberto que lo hacía para guiarse fácilmente en el regreso.

Sin embargo, les era difícil seguir una dirección constante pues, frecuentemente, debían desviarse cuando tropezaban con verdaderas barreras espinosas que enganchaban la ropa con suma facilidad, lo que tornaba lento y molesto el avance. La temperatura comenzó a elevarse a medida que el sol ascendía y muy pronto gruesas gotas de sudor perlaban la frente de los hombres. Evidentemente no era tarea fácil ni agradable el caminar por esa intrincada maraña que al menor descuido hería la carne con sus afiladas espinas, como si pretendiera resistir la penetración humana a sus ignotas entrañas.

Cansados y sudorosos, sin haber encontrado el menor rastro Alberto y el doctor se sentaron a descansar y sorbieron largamente de sus respectivas cantimploras. Por un momento se quedaron callados para poder escuchar. Pero nada, absolutamente nada quebró el pesado silencio. Ni siquiera las hojas escapaban a esa quietud. Permanecieron escuchando por un largo rato y a medida que se prolongaba la ansiedad por percibir algún ruido, se ahondaba en ellos la sensación de ser observados; primero como un vago presentimiento, pero después con una evidencia tal que los llevo a buscar con la vista en derredor. De pronto, más que escuchar pareció que Alberto imaginó un suave deslizar, semejante al ruido que hace un cuerpo al rozar una hoja, pero fue suficiente para poner en tensión todo su cuerpo, porque ahora sintió que un extraño e inminente peligro se cernía sobre ellos. Pero logró serenarse y a ello concurrió la inesperada llegada de piquico que, alborozado por haberlos alcanzado, instrumentó algunos ladridos cariñosos. Entonces todo se turbó repentinamente y el bosque cobro vida y movimiento. El mismo ruido, el mismo retumbar de pasos y quebrar de ramas producido por algo que escapaba precipitadamente. Algo que había estado muy cerca, demasiado cerca de ellos.

Los dos hombres con las armas en apresto trataron de iniciar la persecución, pero comprendieron que era inútil y regresaron. Buscaron rastros, pero fracasaron. Solo había ramas tronchadas, pero no descubrieron huella alguna. Pareciera que no pisaba el suelo.

  • ¿Qué le parece doctor?
  • No se que decir. Por el ruido que hizo parece que es la misma cosa que anduvo esta mañana visitando el campamento. Cada vez estoy más confundido.
  • No se lo que habrá sido, pero tengo la impresión de que no tenía buenas intenciones.
  • A mí también me pareció eso, pero puede tratarse de algún puma curioso. Generalmente estos felinos no atacan al humano a no ser que estén “cebados”.
  • ¿Cebados? – preguntó Alberto.
  • Sí. Se dice que un puma o tigre esta cebado cuando ya ha probado carne humana y siente predilección por ella. Entonces se convierte en un verdadero peligro ya que el olor del hombre les despierta sus instintos y trata de cazarlo como a una presa más. Eso explicaría – continúo reflexionando el doctor – el sigilo y el silencio con que se nos acerca.
  • Entonces debemos tener mucho cuidado y creo que sería conveniente tenderle una trampa antes que él nos cace a nosotros – contestó Alberto.
  • La idea es muy buena – contestó el doctor Bravo – no podemos movernos con tranquilidad antes de haber eliminado este peligro. Si es un puma, pienso que no será difícil trampearlo.

Caminaron de regreso al campamento por el mismo itinerario y aunque ya promediaba la tarde, el calor no cedía, tal vez ayudado por la ausencia de viento lo que se evidenciaba en la quietud del follaje como si toda la naturaleza durmiera abatida y cansada. De pronto, un pequeño bulto alado avanzo rápidamente en sentido contrario y chocó contra el cuerpo del doctor Bravo y casi hace lo mismo con Alberto que caminaba 5 metros atrás. Luego se alejó aleteando torpemente desapareciendo tan rápido como había aparecido.

  • ¿Qué demonios fue eso? – pregunto este último aún no repuesto de la sorpresa.
  • Es un pájaro nocturno que seguramente estaba durmiendo y nuestra presencia lo asustó. La gente lo llama “ia-narca” o “ataja caminos”- contestó el doctor Bravo que no podía evitar la gracia que le causó el suceso.
  • Ya lo creo que es un verdadero ataja caminos. Confieso que me dio un buen susto; y este es el tercero que me llevo en un solo día – contestó Alberto, también participando ahora del gracioso episodio.
  • Tienes razón, por hoy creo que tenemos bastante. Además, estoy cansado y tengo hambre – dijo el doctor.

En ese momento sintieron que algo se les acercaba desde atrás. Era piquico que había abandonado la persecución y que con la boca abierta y la lengua afuera todavía le quedaban fuerzas para retozar brevemente pasando de un lado a otro, por entre las piernas de los hombres.

  • Bravo piquico – lo animó Alberto – otra vez tendrás más suerte y lo alcanzarás… y espero que saques la mejor parte cuando eso ocurra.

Una gran algarabía en la copa de unos quebrachos próximos indicaba la existencia de una bandada de cotorras.

  • Si te acercas con cuidado a menos de 70 metros, quizás podamos comer un guiso de cotorras esta noche – le dijo el doctor a Alberto.
  • Trataré de satisfacer sus deseos doctor – contestó éste y se alejó buscando aproximarse de la mejor manera.
  • Acuérdate que esto no tiene punto de comparación con los patos “domesticados” que tienes en tu estancia – le gritó el doctor, con evidente propósito de picar el amor propio del joven.