Los datos difundidos por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos revelan que en el primer semestre del año la pobreza afectó en todo el país a más de la mitad de los menores de 14 años.

Esto quiere decir que más de cinco millones de niños, niñas y adolescentes viven en condiciones de gran vulnerabilidad, experimentando todos los días el rigor de las privaciones más básicas.

Estos datos, junto con los que indican que 17,3 millones de argentinos (36,5% de la población) viven bajo la línea de pobreza y 4,2 millones en estado de indigencia confirman que, desde el regreso de la democracia en 1983, los escasos períodos de bonanza de la economía nacional no fueron suficientes para perforar el piso de 25 % de personas en ese estado de vulnerabilidad. Y lo que es peor, eso muestra la seria dificultad que tuvieron los sucesivos gobiernos para evitar que el flagelo de la pobreza y la exclusión se vuelva un problema estructural, como lo es ahora. El siglo XXI trajo para la Argentina no solo la consolidación del fenómeno de la concentración de la riqueza, como ocurre en gran parte del mundo, sino que además incorporó una novedad: el caso de las personas que, teniendo trabajo en blanco, siguen siendo pobres. Algunas estimaciones señalan que poco más de 17 % de los empleados registrados están por debajo de la línea de pobreza.

La Argentina de hoy, lamentablemente, se asemeja cada vez más a las sociedades de hace más de dos siglos cuando la riqueza y la posición social heredadas predominaban por encima de las oportunidades universales, como plantea el economista francés Thomas Piketty en su libro "El capital en el siglo XXI". Un informe del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf) muestra que desde 2018 hasta el bolsillo de los trabajadores sufrió una pérdida equivalente a seis salarios. De esa manera, la pirámide social argentina tiene una base cada vez más ancha: a mediados de los años 70, tres de cada cuatro argentinos pertenecían a la clase media, mientras que hoy más de la mitad de la población percibe ingresos que no cubren la canasta básica alimentaria. En esos años el país tenía 8 % de pobreza y apenas un 2,7 % de desempleo. Hoy el escenario es totalmente distinto.

Algunos economistas afirman que la decadencia comenzó con la última dictadura cívico militar y, en ese sentido, sostienen que antes del golpe de Estado del 76 la sociedad argentina era mucho más homogénea. Siguiendo la misma línea argumental, sostienen que el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional se encargó de fragmentar la sociedad, amordazar a la opinión pública y de prohibir toda actividad política o sindical con el objetivo de reducir en forma drástica la participación de los asalariados en el PBI, beneficiando a unos pocos y firmando así el certificado de defunción de la movilidad social ascendente en la Argentina.

Hace unos años la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) se propuso analizar la falta de equidad en los países y al término de la investigación publicó un informe que, en el capítulo dedicado a Argentina, observa que un niño que nace en un hogar pobre en nuestro país necesitará al menos seis generaciones para mejorar sus condiciones de vida. ¿Cómo llegó a esa conclusión la OCDE? Analizando una serie de variables relacionadas con los ingresos, la posibilidad de acceso a una vivienda digna y a servicios de salud, entre otros factores considerados indispensables para garantizar cierto grado de movilidad social ascendente.

Si bien es cierto que desde el regreso de la democracia se ensayaron fórmulas para recomponer el tejido social, las sucesivas recetas aplicadas no lograron sentar las bases de una recuperación vigorosa del entramado social a largo plazo.

Lo peor es que buena parte de la dirigencia política no parece tomar nota de que, si se sigue por el mismo camino, la pobreza estructural crecerá cada vez más, generando un caldo de cultivo para múltiples problemas que terminarán afectando a toda la sociedad.