Por Gabriel Cury.- Sin lugar a dudas, la frase “las cosas pasan por algo” es sólo un espejismo, apenas un inmerecido reflejo que empaña el hecho de que los milagros existen, y mi vida está llena de ellos.

Eran las 13.30 aproximadamente y con mi compañero regresábamos de lo que fue un intento fallido de instalación (luego las cosas irían a mejor, pero ese no es el eje de la historia). Íbamos en moto por un barrio del sur de Santiago capital (no me pregunten su nombre). Mientras mi colega pensaba en cómo conseguir un pedazo de metal de 6 metros de largo que sirva como sostén para la antena que estábamos por instalar, yo disfrutaba del paisaje y lo único que mi mente podía pensar era “cuándo vamos a comer”. “Mirá en esa casa”, me dijo, “ese puede ser”. Allí estaba el preciado fierro, estoico se erigía sobre el techo de una vivienda maltratada por los años, pero con un millón de anécdotas que adornan cada centímetro de su arquitectura.

Paramos. Como es de costumbre en los sectores más humildes de la ciudad, un ejército de perros se acercó a una improvisada puerta de chapa con maderas para recibirnos en una sinfonía de ladridos y gruñidos. “Uh no, lo que faltaba”, pensé. Claro que a todo esto, muy lejos estaba de imaginarme lo que verdaderamente sucedería.

Asomándose lentamente pero con firme voz de mando, abría la puerta de su hogar y de su corazón Beatriz, ‘La dama de los perros’. Ni uno solo se atrevió a desobedecer su orden. Mi compañero, Alejandro, le contó que no había podido  conseguir un fierro para hacer de parante para su antena y le preguntó si ella estaba interesada en venderlo por 300 pesos. A Beatriz le pareció justo el trato y accedió.

Entramos. La escalera la habíamos olvidado en la casa del cliente, pero ella, amablemente, se ofreció a prestarnos una. Mientras mi compañero subía al techo, yo se la sostenía.

Pocos minutos pasaron y Beatriz comenzó a hablarme. “¿De dónde son?”, me preguntó. “Él es de la zona, yo vivo en el centro”, fue mi respuesta. La charla comenzó a volverse cada vez más amena y le dije, a modo de pregunta retórica “tiene muchos perros”, marcando la obviedad de lo que mis ojos veían. “Sí, tengo 26”, me contestó amablemente. “Antes tenía muchos más, pero tuve que ir dándolos. Llegué a tener 86 perros”, me contaba con orgullo.

Sorprendido, lo único que atiné a preguntarle fue “¡¿86?!”, con una incredulidad más que visible. “Sí”, me respondió, “todos castrados. Tuve que ir dándolos, no me quería despegar de ellos, pero eran demasiados y mi hija me pidió que lo hiciera”, contaba ‘La dama de los perros’ mientras esbozaba una humilde sonrisa, de esas que sólo se ven en el rostro de las mujeres laboriosas del siglo pasado.

Mi mente intentaba acomodar a 86 perros en un terreno de poco más de 20 metros cuadrados, hasta que Beatriz agregó que junto a su casa había una especie de estanque, en donde tenía no solamente perros, sino también animales de granja e incluso patos. “Todos se respetaban y se respetan (…) a mí siempre me gustaron los animales, así que cuando veo alguno en la calle que está abandonado, lo traigo para casa”, comentaba.

Abrumado, lo único que pude hacer fue rascarme la cabeza y preguntarle “o sea que aquí usted no solamente tenía perros, sino también cerdos y patos”. “Sí”, me respondió ella, escueta completamente serena.

Tras un silencio de aproximadamente 5 minutos retomé el tema y le pregunté cuándo había comenzado con esta especie de costumbre, a lo que me contó que fue poco después de que partiera su marido. “Mi hija quiere que los regale, la verdad no sé quién va a querer tantos perros”, me dijo mientras reía. “Todas son hembritas. Tal vez pueda dar a las más grandes para que cuiden casas, pero no sé, están muy apegadas a mí y yo a ellas”, se respondía.

Mientras me decía el nombre de cada una, yo estaba sorprendido por la obediencia y el respeto que los animales le tenían. Era una verdad relación, casi tanto como una amistad.

“Gracias a Dios que ustedes vinieron. Ahora con esos 300 pesos voy a poder comprarles comida”. Esa frase de Beatriz me cayó como un balde de agua fría por la cabeza. Había entendido el por qué estábamos ahí. Por qué esa casa, por qué ese fierro oxidado -que para las 14.30 pesaba casi tanto como una tonelada-. Fue un milagro. Mi corazón se estremeció y lo único que pude hacer fue agachar la cabeza y pensar “gracias”. “Mi hijo viene a la noche y con la plata que le pagan del trabajo me ayuda con el alimento. En el barrio todos me conocen. Siempre le pido al carnicero puchero y esas cositas, viste. Siempre me ayudan con algo, pero hoy no tenía nada para darles hasta la noche”, continuó relatando, mientras que yo reafirmaba aún más mi teoría: la Mano del Altísimo se había movido y esos animales tendrían hoy comida y nosotros un fierro para nuestra instalación, además de una más que curiosa anécdota para contar.

Ya casi al final de nuestra corta visita, Alejandro me sugería que le hiciere una nota. Mientras le ayudaba con el metal, se me ocurrió tomarle una foto para inmortalizar su historia en este diario. Costó lograr que los perros ignorasen el delicioso manjar de huesos que estaban degustando y se asomasen a Beatriz, pero en medio de la desprolijidad del asunto, se logró capturar el momento.

Nos despedimos, fue una visita fugaz, pero inolvidable. ‘La dama de los perros’ nos había abierto las puertas de su corazón, dejando en nosotros una historia de vida y de amor hacia los animales digna de ser narrada.