Por Ariel Horacio Sequeira | Su nombre era José Trobina, llegó a un Santiago profundo, sumido aún por mitos y acomodado a costumbres que ordenaban una vida que sólo se veía alterada por el arribo del tren con sus pasajeros a Tacañitas, ya en tránsito o bien para no irse nunca más.

Ese fue su caso. Los rieles de su vida terminaron en ese oculto paraje en los años 30 y no sabemos porque eligió, entre otros paraderos similares o pueblos, afincarse allí. Por un tiempo se especuló que en realidad se ocultaba. Inmigrante de ideas extremas. Gringo, de mil oficios. Su solaz después de algunas cañas, siempre fue exaltar ideas políticas escribiendo consignas en los paredones de la estación. "Algún día el yunque, cansado de ser yunque, pasará a ser martillo", escribía y no hacía falta más que un tizón y unas copas de vino, para esa revelación. Y “Changui” (mi padre) leía. Sin descifrar contenidos fatigaba sus años mozos tratando de entender qué mundo se erigía, en esa escritura de carbón, más allá de la estación.

Para tí, memoria

Indisolublemente atados desde la noche de nuestro secuestro, le seguís torciendo el brazo al siglo, parado en tus ochenta. Y yo en mis cincuenta hago un acto de contrición y prometo contar al mundo, que si hoy estas herido, las marcas son recíprocas y la vida también tiene tu impronta. En un mundo donde, “el toma y daca”, no admite hacer el bien sin mirar a quien y menos que nada arriesgar todo a cambio sino de algo, vos Juan Carlos, aunque dormís con extraños no estás sólo. Las dudas hoy me son propias y exclusivas. Jugarse, arriesgar y poner en vilo nuestras almas, nunca fue una opción. Algunas acciones reclamaran siempre su moneda de cambio. Aquellos desafíos de los setenta, indefectiblemente fueron a matar o morir. Vos tenías treinta y yo apenas doce y aprendí que la verdadera riqueza fue no tener precio.

¿Cuantos años corrieron desde el arribo del General hasta la caída de Isabel? Para mí sólo fueron algunas noches. La noche de una majestuosa caravana. Interminable marea humana que recorrió calles, barrios y ciudades. Perón había vuelto. Algo irreal se hacía posible. El exilio, que también era noche, había sucumbido. Los setenta fueron un retorno. La vuelta. El regreso. Esa década fue también la de las ausencias eternas. En una noche celebramos vestidos de pueblo la utopía y a la siguiente nos llenamos de estupor porque habían desaparecido los amigos, los camaradas, algún vecino o ese amigo de un amigo, entre silencios y asombros… Cultivamos a la fuerza una incredulidad que tampoco nos pudo salvar. Llegaron por nosotros. Nos llevaron. Y aún no acertamos a regresar…

Vos desnudo y atado de pies y manos. Yo desabrigado. Hacía frío esa noche. Allí no estaba Dios. Quise tener miedo y ni siquiera pude asustarme. Sí tuve odio, rencor y furia. Afuera del auto alguien grito, interpeló y los sicarios martillaron sus armas.

Tus quejas de dolor encendieron esa noche que abrió heridas que aún no se pueden cerrar.

Hoy encerrados en un asilo disfrazado de geriátrico, los dos, volvemos a aquella noche de ciegos. Alguien escondido fisgoneaba de desde una ventana de un tercer piso. Esa mirada impúdica que no pidió auxilio. Sólo quería ver tu desnudes y mis tropiezos encapuchado y sin estrellas Nadie nos auxilió.

Tantas batallas y las guerras no terminan. En el asilo treinta viejos deambulan perdidos, mientras los verdaderos lunáticos caminan por las calles sin camisas de fuerza. Vos en silla de ruedas y yo sin poder caminar.

 

Hoy dormís con extraños

Hace memoria. Alguna vez paralizaste una estación llena de trenes con sus furgones y vagones de carga. Era y sigue siendo el ferrocarril San Martín, en la estación Santos Lugares, la de los pagos de don Ernesto. Con los años se pierde en la memoria contra qué fue tu protesta, pero no hay secretos, siempre luchaste contra toda injusticia. Y siempre alzaste tu voz y tus brazos para defender a tus compañeros de trabajo. Y no tenías más 20. Aquella estación que marcaba la frontera entre la urbe monstruosa y nuestros provincianismos, tenía un aroma que aún cautivaba mis sentidos. Un olor fresco a los últimos remedos de ese campo hoy arraigado en la memoria. ¿Y eso olor acre de la ciudad? No, era un aroma secreto de luchas. Pólvora de petardos que harían la risa de los anarquistas del 30. Con el tiempo aprendí que, al parar en Santos Lugares, lo que paladeaba eran arengas, consignas y marchas. Al paso de los años pude leer en tus ojos algo como nostalgia en ese escenario. ¿Qué añorabas? Una victoria que nunca llegó. Una conquista que apenas fue promesa. ¿O poner en juego tu cuero? Cada quien elige como vivir. Vos elegiste la incertidumbre que viene atada a la feroz pelea de los que se baten a muerte y nunca se retiran.

Viajar desde San Miguel a Retiro creí que encerraba algo inocente en esa sucesión de estaciones. Hurlingham era la nostalgia de los ingleses que tendieron las vías del tren y quedaron atrapados para siempre en Buenos Aires, pero se negaron a perder el verde sajón que no sólo está atrapados en los pinos y los parques, sino también en alguna capa de pintura que se resiste al paso del tiempo y que sin necesidad de exhumarla, aflora para contar un origen. El Palomar con sus aviones, desde donde habrán despegados tantos vuelos de la muerte. Caseros, que anticipa la gran urbe. Santos Lugares, la frontera. Sáenz Peña, Villa Devoto, La Paternal, Villa del Parque y los eternos bosques de Palermo. El tren siempre fue la familia en tránsito. El fin de semana. Un mundo ordenado, regido por horarios y esa sucesión inalterable de paradero en paradero. En Santos Lugares los trenes de carga eran ordenados para su arribo al puerto y de allí al mundo. Y una mañana todo se detuvo. Nada se iba a mover ese bendito día, si antes no te respetaban como trabajador.

Hace memoria

Quizás un poco más de 30 cuando rescataste una cincuentena de colectivos para que los choferes no quedaran sin trabajo. Fue en El Palomar a las puertas del Colegio Militar de la Nación y aún no había llegado los milicos. A veces me convenzo que fue una de las primeras empresas recuperadas por trabajadores. Toda una hazaña y por toda recompensa te secuestraron una noche de invierno. Es la historia de nunca acabar en este país. Cuando los empresarios cargaron sus valijas con billetes y mira que aún no se conocían los paraísos fiscales del Caribe, a lo más podían aspirar a una cuenta numerada en Suiza, y la calle mostro peor rostro, duro, frío y gris, como la desocupación. ¿Dónde aprendiste a manejar la palabra como una espada? Hoy me convenzo que fuiste de los primeros en sentar a una misma mesa, a patrones y obreros, para gestionar una empresa. Y te la cobraron caro. Todos te escuchaban, te seguían, te respetaban. Y al terminar cada día después de haber repartidos las ganancias, envolvías tu radio Tonomac y te apoltronabas en un vagón casi desierto a esa hora de la madrugada.

El silencio que acompaño a tus secuestradores lo conocías bien, porque ese tránsito por el ventoso anden de José C. Paz, estaba dibujado en tu carne por tantos inviernos vividos. Cuando cegado te arrastraron hacia el galpón donde te retorcieron la vida entre picana, quemaduras y trompadas, reconociste el acero de los rieles gastados del viejo anden de carga. Las maniobras de las máquinas a los lejos. El olor del yuyal envuelto por los vahos de fueloil que corrían por la acequia al borde del terraplén. Eran los fondos de la comisaria de José C. Paz y nunca, con todas esas pruebas tangibles, reclamaste una indemnización por tu secuestro. Tuvo que pasar mucho tiempo para entender que un luchador digno y cabal, no zanja esas penurias con dinero.

Hace memoria

Ya tenías 40 cuando y salvaste el empleo de cien choferes en Santiago del Estero. No había lugar para las excusas, ya gobernaban los milicos. Una vez más los empresarios huían abandonando todo, dejando a su suerte a los muchachos. Una vez más se impuso no sólo tu capacidad y tesón, sino por sobre todo tu integridad, tu honestidad. Y cuando todo parecía estar perdido, organizaste y salvaste el trabajo de tus compañeros. Al día siguiente de la nueva hazaña, te levantaste temprano para ir a trabajar y no te esperaba ningún privilegio, porque nunca lo pediste, porque nunca lo esperaste. Asaltan mi memoria aquellos colectivos amarillos que unían La Banda con la Capital. En su recorrido cortaban el centro abigarrado por Pellegrini rosando el mercado y por La Plata hasta el Carretero. Habías nacido en Tacañitas, bien adentro de la provincia y sin embargo eras el porteño, aunque siempre conservaste el mote de chango, changui, para los más cercanos. Nadie perdió su antigüedad. Menos sus salarios y obvio sus lugares de trabajo. Nunca te torcieron el brazo.

Con el paso de los años también comprendí porque no fuiste el secretario general de tu gremio. Habías prometido, jurado a tu esposa. Aseguraste a mi madre que nunca más volverías a jugarte la suerte de todos para salvar a los compañeros. Nunca fuiste uno más, pero cumpliste tus horarios como todos, ganaste como todos y el sueldo de cada mes lo justificaste con cada día de trabajo. Solo un chofer más… y no es poco. Cualquier otro lugar sería demasiado costoso para tu integridad.

Cuando se acaba el día, un enfermero te acomoda en la cama, tratando de apresurar una tarde exigua, y cuando la luz se apaga o la apaga cree que cumplió y sin mirar para atrás, se atraganta con un desprecio amargo por todo lo que lo rodea. Me atormenta esa pintura del viejo general; su capa flamea y su pelo se revuelve con la furia de un aire enloquecido por el viento del exilio. Desde un peñasco seguro sueña con esas cumbres que franqueó para chocar de frente con estruendo de cañones, esquirlas de plomo y acero de bayonetas. Sueña con tiempos briosos que se esfuman entre humo de metralla y tiempo, nada más que tiempo ignominioso e irrefrenable. Sentado en tu silla de ruedas, lejos de ventiscas y acantilados, hoy, en el laberinto de tu memoria al buscar una salida, los pasillos intrincados te atrapan y mudo, como absorto, solo ves pasar los días.

Hace memoria

Finalizaban los 90 y sitiaron una ciudad inmovilizando colectivos. Reclamo de patrones. Entuertos de gente de plata, que nadie supo en ese tiempo como conjurar. Y te fueron a buscar una vez más… La vieja historia de nunca acabar. Unos siempre queriendo ganar más, otros en la incertidumbre también eterna, gente cuya única moneda de cambio es su cuero, su integridad, su sangre siempre tan valiosa y preciada, suficiente para enriquecer a unos pocos, muy pocos en este país.

Y ahí están los colectivos varados en plena avenida Belgrano. A qué te recuerda esa postal urbana de protesta. ¿Quizás a la vieja estación de Santos Lugares? Definitivamente no. Caos y convulsión signaron esos días. Y ahí estabas una vez más lúcido. Tus brazos arremangados y sin precio. Nunca te pudieron comprar, por eso aun cuando el ministro se horrorizó porque definiste a la Capital, como una ciudad sitiada. No tuvo más remedio que llamarte. ¿Extraño? Altos interese en juego. Discutían por dinero, los patrones, confrontaron con el poder político. Se confunden en aquellos días los intereses de unos y otros. Aquellos colectivos desperdigados por la avenida eran la distopía borrosa de ese infierno tan temido. Es un escenario caótico. Un callejón sin salida y ahí estás. Te convocan y das la cara. Una vez más a poner el cuerpo. Confluyeron esa tarde en la Casa de Gobierno, no la voluntad y los intereses encontrados de los poderosos. No. Se mezclaron una vieja estación de trenes, colectivos carrocería de madera y trabajadores siempre protestando para recibir unas migajas. Aquella tarde desierta al salir del palacio del gobernador, pocos te distinguieron porque a pesar del calor inusual para la estación, las sombras de la noche al concluir el día ocultaron tu perfil de las cámaras y los reporteros. Qué dijo la historia oficial, la verdad no guardo en mi memoria infamias. Por supuesto nadie recogió tu nombre.

Las monedas ostentan esa verdad obscena, tienen siempre dos caras. En una, un hombre honesto portando una verdad, es irrefrenable. En la otra, ese mismo hombre, es desechable. Esa tarde tuviste suerte. No fue como la noche de tu secuestro. Deberíamos hacerle trampa a la vida y tener siempre a la mano una moneda con las caras adulteradas, nada más que para paladear la ironía ante las posibles desgracias.

Y al terminar esa jornada, mientras levantaban colectivos despejando la avenida, volviste a tu casa. Plato de sopa caliente y un diccionario para buscar esa palabra nueva que oíste en la asamblea.

Ecos apagados de la noche de nuestro secuestro siguen resonando en el asilo, en esa equina oscura del salón en la que nadie acierta a desentrañar con quien comparten en realidad su confinamiento.

Ahora en el asilo, entre sueños añejos, asoma el viejo anarquista, Trobina, que escribía con carbón en las paredes de la estación de Tacañitas consignas para derribar muros y quizás construir un mundo mejor. Una caligrafía de batalla, pero legible. Entre ginebras y cervezas los parroquianos se preguntan para quién carajo escribe Trobina… y mientras Changui de pantalones cortos, aprende de reojo como se juega al truco, sale disparado para el andén, para ver qué escribió ese viejo anarco con un tizón apagando. Qué escribió o que encendió en aquella pared de la estación.