Por Tony Villavicencio | Habiendo vivido más de seis décadas y sin nunca haberme apartado del mensaje serio y comprometido con la sociedad y la democracia, me he permitido distinguir una secuencia tipológica de categorías que solemos mezclar sin rigor.

Cuatro palabras, cuatro perfiles, cuatro riesgos, cuatro desafíos con la que seguramente mis lectores alguna oportunidad me calificaron: boludo, pelotudo necio o cínico.

“Tony” boludo

En un mundo donde por poner un número, a partir de los tres han crecido, aunque ignora para qué; absorto en sus rigurosos años de edad no hay inocencia, el boludo es una excepción. Le idiotez, ve sin mirar las venturas y desventuras que lo circundan.

El apelativo de pelotudo suele emplearse como insulto, pero el boludo nos produce una secreta envidia, porque me reconozco no inocentes y me gustaría serlo. Por esta razón a veces le adosamos un especial calificativo, cuando algunos me dicen que soy un  “boludo alegre”. Y no es cierto, no es alegre, porque en la carrera de los boludos no me distraigo escarbándome el ombligo y por hacerme el boludo, nadie me gana.

Hay sabios que lo hacen y abandonan carreras, pero a sabiendas esto de la boludez, que parecía tan simple, se me está complicando. Lo soluciono de modo lacónico: el boludo no puede ser feliz porque ignora la felicidad; no me pregunten por qué, no podría responder, no trato de hablar de esa esquiva sensación. El goce del idiota me es ajeno como a cualquier no boludo, a menos que... Cuando los boludos tomen la palabra quizá podamos enterarnos de algo más, y finalmente me terminan diciendo es tan vulgar el boludo mira de los que está escribiendo.

 Sucede que asociamos a esa condición la idea de felicidad paradisíaca, formados como estamos por la biblia, ya que el boludo alegre por antonomasia fue Adán, antes de que Eva apareciera en su horizonte y, con ella, la conciencia dilemática del ser sexuada. Y al perder la inocencia, también perdieron el paraíso.

Cuando la vida nos pesa, añoramos esa antelación. Lo supo el político más hábil que tuvo la humanidad: poniendo del revés la secuencia ante la masa de acólitos, colocando el paraíso como afortunado destino, dicen que dijo en un sermón: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.

“Tony” pelotudo

Reducido a una frase, sería como decirle a alguien: “No te hagas el boludo, ¡pelotudo!”. Y me viene a la memoria mi amigo el “Gordo” Boggetti, a quien todos lo ven como un pelotudo y es un tipo especial; que sin ponerle énfasis  con el ejemplo te enseña a ser buena persona y algunos lo tildan de  pelotudo cuando realmente es una estratagema propia de su pelotudés. Al “gordo” hay que conocerlo de cerca para saber cuánto vale como ser humano.

Tony Necio

El necio, en cambio, es un obcecado con su pelotudez. Incapaz de conciencia socrática, convierte la banalidad en creencia y declama pelotudeces como verdades consagradas, a riesgo de cometer estragos. Mientras el pelotudo es inofensivo, el necio ofende, pero si le discutimos corremos el riesgo de colocarnos en posición simétrica, ventilando secretas necedades; en esto encuentro la inteligencia del refrán que contrapone oídos sordos a palabras necias.

Cuando la convicción del necio adquiere mayor relevancia, desemboca en el fanatismo. Fanático es quien, enarbolando como cualidad su propia limitación, apunta a la militancia social. La necedad es personal, el fanatismo ama lo masivo. Hitler, con su creencia fanática en la superioridad de la raza aria, fue un necio que congregó multitudes. Porque el necio libra con unción su guerra individual, pero llegado al fanatismo se embandera con su “causa” e incita con sus argumentos. No sé si el necio, sobre todo el fanático, muere por su bandera, pero es capaz de matar por ella.

 “Tony” cínico

A diferencia del necio, el cínico es hábil; eso lo convierte en adversario difícil. Sin ignorar las limitaciones de su posición pero diestro en retórica, su meta es convertirnos en necios. Si el necio suele provocar ese efecto de modo involuntario, para el cínico es deliberado; no hay cínico sin un coro de necios, su estrategia los necesita. Muchos de los “comunicadores sociales”, ni qué decir los políticos, son cínicos que cultivan la necedad de sus seguidores. Y cuando los necios creen estar al comando de una creencia, los cínicos celebran. 

¿Qué soy?

¿Podríamos aspirar a una sociedad sin este cuarteto tipológico? Sería la sociedad perfecta, pero es impracticable. Somos humanos y por serlo no estamos exentos de lo antedicho, aunque tampoco estamos impedidos de advertir que día a día nos movemos entre una caterva de boludos, pelotudos, necios y cínicos,   y  a menudo como uno más del conjunto; entonces nos despabila un tiempo de despertar y nos preguntamos: “Pero, entonces, ¿qué soy?”. No es poca cosa esa pregunta que los boludos ignoran, los pelotudos resisten, los necios niegan y los cínicos gambetean.