Por Tony Villavicencio.- La estadística de accidentes de tránsito en la provincia durante 2017 no pudo arrojar resultados más dolorosos y a la vez preocupantes. Fueron 135 las personas que perdieron la vida en accidentes viales en los últimos doce meses, un número que resultó un 35 por ciento más elevado que el que se registró en 2016. Desde luego que un retroceso tan notorio obliga a las autoridades a revisar en profundidad las estrategias que se vinieron siguiendo en los últimos años, inclusive habiéndose decretado una emergencia vial que está visto no dio resultado en todo el territorio de Santiago del Estero.

Tal como se informó en este diario, el saldo de personas fallecidas en accidentes viales a lo largo del año pasado no sólo constituye un récord histórico, sino que refleja en forma elocuente el grado de trágica anarquía que imperó en las rutas, las avenidas y las calles de toda la provincia.

La cifra de víctimas fatales –una muerte cada dos días– supera a las registradas por varias provincias argentinas juntas y es superior, inclusive a la alcanzada en la ciudad de Buenos Aires, que tiene un parque automotor cuatro veces más crecido y por cuyas calles circulan vehículos de numerosas jurisdicciones vecinas y del resto del país.

Parece evidente entonces que existen causas propias que pueden explicar el caos vial generado en la provincia, no sólo de ese alto número de muertes sino de muchas personas heridas, varias de gravedad y con secuelas irreparables.

Lo cierto es que los accidentes de tránsito se consolidaron así como la primera causa de muerte entre las personas jóvenes nivel en general, tal y como se desprende de los registros de casi la mitad de los fallecidos en 2017. Tenían menos de 36 años.

Algunos especialistas apuntan al crecimiento explosivo del parque automotor. Sólo en los registros de Tintina, Añatuya y la ciudad Capital, en 2017 se incorporaron aproximadamente unos 6.000 mil vehículos nuevos, más del doble de los patentados en 2005. En este crecimiento incide asimismo el notorio aumento del número de motocicletas, en un fenómeno que tampoco se vio acompañado por una mínima renovación de las estructuras viales existentes. Los urbanistas ponen de relieve que nuestra zona carece, entre otras deficiencias, de avenidas de circunvalación y anillos perimetrales capaces de regularizar la circulación.

Si bien resultan necesarios, de poco han servido los controles de alcoholemia y en general los operativos de fiscalización, más encaminados al labrado de actas y cobro de infracciones que a educar a los conductores. Tampoco han demostrado mayor eficacia los lomos de burro, sembrados aquí y allá –muchas veces, instalados a discreción de los vecindarios, sin intervención oficial– cuya utilidad mayor ha sido la de romper los trenes delanteros y suspensiones de los vehículos, antes que obtener mayor seguridad en las calles. No se trata de terminar con ellos, sino de emplearlos con racionalidad.

Existen múltiples causas –todas muy conocidas– que explican la inseguridad vial existente. Pero es cierto que la mayor de ellas es la falta de una profunda educación a los peatones, ciclistas, motociclistas y automovilistas, que son todos, a la vez, potenciales gestores y víctimas de la generalizada falta de respeto a las normas y a los principios de convivencia social.

Son muchos y complejos los factores que inciden en la inseguridad en el tránsito, pero ésta sólo podrá disminuir ostensiblemente cuando cada habitante tome conciencia de la responsabilidad que le cabe al circular por la vía pública. Recién cuando las autoridades se decidan a poner el acento en la tarea educativa, las estadísticas accidentológicas podrán ir decreciendo.