La Unión Cívica Radical a la cual dedique todos mis fervores y desvelos de ciudadano es una, indivisible y absoluta y que cualesquiera sean las contingencias que ella soporta sobrevivirá siempre como imperativo histórico de la conciencia democrática argentina.

Ante las fortunas “declaradas” por los diputados ante la Ofician Anticorrupción, comencé a revisar mi archivo y encontré a Elpidio González, el vicepresidente que rechazó una jubilación de privilegio y termino sus días como vendedor ambulante para poder vivir.

Cierto domingo de un frío invierno, hacia fines de la década de 1940, al mediodía, un anciano, pesándole más los años que el maletín de gastado cuero cargado de betún y anilinas Colibrí para los zapatos con que se ganaba la vida, vistiendo un traje gris, pobre y limpio y la barba, larga pero cuidada, subió a un tranvía.

Después de sacar el boleto en el tranvía se sentó al lado de un señor que venía leyendo un libro.

-“Cantos de vida y esperanza”, un buen libro de Rubén Darío. -le dijo el anciano al pasajero lector, y luego se enfrascó en sus cosas sin prestarle más atención.

El anciano contaba ahora, algunas monedas que había obtenido de la venta del día.

-Y sí, es él,-pensó el lector; ese al que ahora se le caía una moneda de un peso y se levantaba cansinamente a recogerla. Era él, el mismo que decían que vivía en un cuarto de la calle Cerrito que se venía abajo; el mismo que había rechazado una pensión que le correspondía; el amigo de Yrigoyen; el vicepresidente de Alvear… el que tampoco aceptó una casa que el gobierno quiso darle para que viviera como merecía. Sí, era Elpidio Gonzalez.

El viejo político, con la moneda recuperada en su mano, jadeó un poco.

Se había agitado al agacharse a recogerla. Y, como justificándose, dijo a su vecino al sentarse nuevamente junto a él:

-Si no la uso para limosna, la usaré para comer.

Y en la siguiente parada se alejó hacia la puerta trasera, como un espectro, para irse.

– ¡Oiga, señor González! -le dijo el viajero-, sírvase guardar el libro que le agrada con usted. Sería un honor para mí que lo aceptara.

El anciano le miró agradecido y, cerrando los ojos, le dijo con convicción y humildad:

-Un funcionario, aunque ya no lo sea, no acepta regalos, hijo. Y, además, recuerdo bien a Darío, mejor que a los precios de las pomadas:

“…y muy siglo diez y ocho, y muy antiguo, y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y una sed de ilusiones infinita… ”

Después de recitar su estrofa, tras la parada, el anciano bajó del tranvía y se perdió en la historia, con toda la riqueza de su pobreza- guardada en un maletín viejo, lleno de pomadas, y de unas pocas monedas escurridizas.

Un hombre olvidado, quizás, porque es un espejo en el cual muy pocos -o acaso nadie en la política argentina de hoy- pueda mirarse…

El doctor Elpidio González nació en la ciudad de Rosario el 1 de agosto de 1875. Allí ingresó en la universidad y estudió abogacía. Cursó hasta quinto año de la carrera, pero abandonó. Posteriormente se recibió de abogado en la Universidad de La Plata en 1907.

Fue un esclarecido político, militante en la Unión Cívica Radical, hoy olvidado –como tantos ilustres personajes- por la mayoría de los argentinos.

Su primera actuación política data de la revolución del 4 de febrero de 1905, cuando se intentó derrocar al entonces presidente Manuel Quintana.

En las elecciones de 1916 triunfaron los radicales. Le tocó ser miembro del Colegio Electoral cordobés y tuvo el honor de sufragar por el binomio Yrigoyen-Luna.

Había sido electo diputado nacional, cargo al que tuvo que renunciar porque el presidente Yrigoyen lo convocó para conducir el Ministerio de Guerra, cargo al que renunció en septiembre de 1918. Poco después, en enero de 1919, fue convocado para una función de alta complejidad: la Jefatura de la Policía de la Capital Federal.

Puesto al que debió renunciar el 14 de marzo de 1922, cuando fue proclamado candidato a la vicepresidencia de la Nación en la fórmula que encabezaba el Dr. Marcelo T. de Alvear.

Triunfaron en las elecciones del 2 de abril de 1922, lo que constituyó una gestión de progreso y estabilidad, donde se sancionaron importantes leyes y se mantuvo un sagrado respeto por las instituciones.

Solamente el período se vio empañado porque se acentuaron las diferencias en el radicalismo, entre los personalistas que apoyaban a Yrigoyen y los antipersonalistas que se alineaban con Alvear. Esto motivó un alejamiento entre Alvear y González, quien nunca dejó de apoyar al caudillo radical.

Yrigoyen fue elegido nuevamente presidente en 1928 y Elpidio González como ministro el Interior. Con ese cargo y el de ministro de Guerra interino lo encontró la Revolución del 6 de septiembre de l930, encabezada por el general José Félix Uriburu.

Derrotado el gobierno constitucional, fue encarcelado casi en forma continuada durante dos años, y al dejar la prisión, pasó a un plano decorativo en el radicalismo. No tuvo prácticamente actuación durante la llamada Década Infame (1930 -1940).

En la campaña electoral de 1945-1946 retornó a la actividad política para acompañar la fórmula radical sostenida por la Unión Democrática, integrada por Tamborini y Mosca.

Luego de la derrota sufrida frente al coronel Juan D. Perón, volvió a su definitivo silencio político.

En 1933, al dejar la prisión y ante la necesidad de buscar una actividad para ganarse la vida, consiguió trabajar como corredor de la empresa de anilinas “Colibrí”, propiedad de un amigo suyo. La hipoteca que pesaba sobre su casa de la calle Gorostiaga fue ejecutada y debió ir a vivir a una humilde pensión.

El periodista Dr. Nelson Castro, en su libro “Vicepresidentes Argentinos”, relata una anécdota que ilustra el estado de precariedad en que vivía don Elpidio. Un día llegó la orden de demolición de la pensión ubicada sobre la Diagonal Sur.

El ex vicepresidente salió a la calle para hablar con el capataz de la obra y le pidió contar con algunos días para que los pensionistas pudieran reubicarse en algún otro lugar.

El director de la obra se sorprendió al enterarse de quién era la persona que había realizado el pedido de prórroga. La noticia corrió y llegó a los oídos del presidente general Agustín P. Justo.

En la mañana del desalojo se hizo presente el secretario de la Presidencia de la Nación, quien entregó a don Elpidio un sobre cerrado de parte del general Justo, quien le envió además un saludo afectuoso. Al abrir el sobre comprobó que contenía una cantidad importante de billetes de mil pesos.

Felizmente, aclaró posteriormente González: “Alcancé al señor y se los devolví, no lo quería recibir y tuve que ponerme firme y decirle que no iba a permitir que me ofendiera el presidente ni nadie por más buena voluntad que hubiera de por medio”.

Como consecuencia de este hecho, por una ley, se estableció una pensión vitalicia para los ex vice y presidentes de la Nación.

Al tomar conocimiento de que se le había asignado una pensión ¡de dos mil pesos mensuales! don Elpidio respondió ofuscado: “No, ¡yo no puedo aceptar eso! No, no”. Y siguió repitiendo como si acabaran de proponerle un negocio deshonesto diciendo: “que mientras tuviera dos manos para trabajar, no necesitaba limosnas”.

Para que no quedaran dudas de su actitud, le envió una carta al presidente de la Nación en la que le manifiesta entre otras cosas: “Confío en que Dios mediante he de poder sobrellevar la vida con mi trabajo, sin acogerme a la ayuda de la República, por cuya grandeza he luchado, y si alguna vez he recogido amarguras y sinsabores me siento reconfortado con creces por la fortuna de haberlo dado todo por la felicidad de mi Patria”.

A comienzo de 1951 fue sometido a una operación quirúrgica en el Hospital Italiano, donde permaneció convaleciente durante seis meses. No tenía dónde ir a vivir, ni quién le prodigara cuidados a su edad. Allí falleció el 18 de octubre.

El gobierno decretó duelo oficial por dos días. Sus restos mortales fueron velados en la sede partidaria de la UCR, llevados al cementerio de La Recoleta y depositados en el panteón del Monumento a los caídos en la Revolución del 90, junto con Alem e Yrigoyen.

Cuenta el dibujante y periodista parlamentario Ramón Columna, en su libro, “El Congreso que yo he visto”, que don Elpidio solía decir: “cuando el radicalismo subió al poder en 1916 tenía alrededor de 350.000 pesos (suma importante para la época), capital que fue puesto íntegramente al servicio de la política. La revolución del 6 de septiembre de 1930 me sorprendió con 65.000 pesos de deudas”.

Cuando caminaba por las calles de Buenos Aires, al reconocerlo, algunos se acercaban a saludarlo y le preguntaban: ¿Cómo es posible que usted esté pasando estas vicisitudes? “Ninguna vicisitud, es lo que corresponde”, contestaba con toda naturalidad.

Así era este singular político, un ejemplo de austeridad, rectitud, honradez, humildad… “¡Qué ejemplo de austeridad, rectitud, honradez y humildad nos daban estos hombres!”.