Alrededor del farol, un verdadero enjambre de insectos giraba torpemente en una danza incansable y acelerada, en tanto que una brisa apenas perceptible por momentos, intentaba aliviar sin lograrlo el calor reinante.

Más allá de la luz, la oscuridad insondable y agorera ceñía los contornos.

  • Por suerte no hay mosquitos – comentó el doctor que descansaba apoltronado en una silla plegadiza. Su interlocutor no le contestó, evidentemente preocupado en revolver el guiso de cotorra que por el aroma que despedía, prometía estar muy sabroso.
  • ¡Diez cotorras de un solo tiro! – volvió a comentar el doctor – nunca creí que fueras capaz de tamaña proeza. Creo que al fin me convencerás de que eres un buen cazador.
  • Sin embargo, a Alicia no le gustaría que me convirtiera en eso – contestó Alberto.
  • ¿Por qué?
  • Pues es muy compasiva con los animales y frecuentemente me regaña cuando suelo cazar algún pato.
  • Bueno, después de todo no esta mal que sea así. Claro que en las actuales circunstancias no nos queda otro recurso para lograr carne fresca – reflexionó el doctor – incluso, estoy seguro que ella comprendería de igual forma.
  • Si, eso pienso también yo.
  • ¿Dónde se ha metido piquico? – pregunto el doctor notando la ausencia del perro.
  • Hace un momento lo vi por allí – contestó Alberto sin darle mayor importancia al interrogante de su amigo.
  • Es un perro bueno – dijo el doctor – hiciste bien en traerlo. Me hace sentir más seguro.
  • ¿Tiene miedo doctor? – preguntó Alberto.
  • No se si es miedo realmente, pero siento una sensación curiosa, como de inseguridad. Confieso que no soy un hombre valiente, pero tampoco un pusilánime. Sin embargo, estoy todavía impresionado por lo de esta mañana. Sinceramente, no creí que íbamos a tener este tipo de “visitas”.
  • ¿Usted cree que es un puma?
  • Casi diría que sí.
  • Y si no es un puma ¿Qué otra cosa podría ser? – insistió Alberto
  • Bueno, he ahí el misterio. ¿Qué otra cosa puede ser?
  • ¿Sachaioj? – pregunto Alberto.
  • No creo que pueda ser Sachaioj.
  • ¿Por qué?
  • Porque si Sachaioj es una especie de hombre, seguramente el perro lo hubiera alcanzado. No puede desplazarse a tanta velocidad.
  • Tiene razón doctor, lo mas probable es que se trate de un puma.
  • Ya lo sabremos – contestó el doctor Bravo – por el momento no hay otra cosa más importante para mí que esas cotorras guisadas.
  • Pues prepárese a soportarlas – le contestó Alberto alcanzándole un humeante plato.

Comieron en silencio y por un momento no se escuchó más que el ruido característico de los utensilios de comer y el soplar del gasificador del farol.

Pero esta calma se interrumpió de pronto cuando piquico soltó un lastimero aullido a lo lejos, como a 200 metros del campamento. Un segundo aullido le llegó como un latigazo, un poco más cerca.

Alberto ya corría en esa dirección con la escopeta en apresto. El doctor, más precavido, se demoro un segundo para llevar la linterna y lo siguió inmediatamente.

  • Espera Alberto, no te apresures – advirtió el doctor a su compañero.

Gimiendo lastimeramente el pobre perro temblaba como una hoja y era visible que era presa de un incontrolable terror, pues se refugio entre las piernas de sus amos, mirando con insistencia hacia atrás, hacia la oscuridad como avisándoles de un inminente peligro. Sin embargo, nada apareció ni se escuchó, ni aún con el auxilio de la linterna que utilizo generosamente el doctor hacia todas las direcciones.

  • Pobre piquico. ¿Qué te paso amigo?, ¿Qué cosa te atacó?

El perro respondió a estos estímulos con un aullido prolongado mezcla de regocijo y de miedo. Por algo que solo él había visto y que no podía trasmitir nada más que a través del temblor de su cuerpo y el hiriente carraspear de su garganta perruna.

  • Está sumamente asustado. Evidentemente vio algo que lo llenó de terror – dijo el doctor arrodillándose al lado del animal para acariciarlo; y entonces sus dedos palparon la herida.
  • ¿Y esto? – dijo sorprendido el doctor – ¡pobre perro! está herido.

La luz de la linterna alumbró una zona sangrante a lo largo del lomo y pronto comprendieron que se trataba de un tajo, de aproximadamente de 1 cm de profundidad, que se extendía a lo largo de todo el lomo.

  • ¡Pobre animal! Con razón aullaba tanto; no solo era el miedo, sino también el dolor – dijo Alberto.
  • Sin embargo, esta herida no es grave – dijo el doctor, que ahora la examinaba mejor – pero debemos cocerla y curarla cuanto antes.

Alberto hizo ademán de querer avanzar hacia el lugar donde probablemente había recibido la herida piquico quien, por otra parte, aún gemía y miraba con insistencia hacia unos compactos tunales.

  • ¿Qué vas hacer Alberto? – interrogó el doctor.
  • No lo hagas; no es prudente. Estamos acechados por un peligro que desconocemos.

Había miedo en la voz del doctor y lo transmitió a Alberto que desistió de su intento. Ahora él también sintió una sensación de inseguridad; un miedo indefinido.

Cocieron y curaron la herida de piquico que se prestó con valentía a la operación.

  • Bien querido amigo – le dijo el doctor – ya estas zurcido y ahora solo falta que te cuides de moscas y otros bichos venenosos.

El perro respondió lamiéndole la mano y moviendo ostensiblemente la cola.

  • Esta noche y hasta que te mejores, dormirás en un rincón de la carpa – le dijo Alberto – no vaya hacer cosa que eso que te hirió quiera terminar su obra aprovechando tu inferioridad física.

Esa noche los dos hombres se turnaron para montar guardia y Alberto aprovechó para llenar algunas páginas más de su diario. Como es de suponer, esta vez fue más extenso su comentario, pues habían vivido en poco tiempo intensas emociones que detalló con esmero, cronológicamente y a manera de inventario. Probablemente su diario, así llevado, carecía de valor literario, pero su objetividad era indiscutible y a decir verdad su autor no perseguía otro propósito.

Un viento fresco comenzó a soplar después de media noche y su deliciosa caricia fue recibida con beneplácito por los habitantes de la carpa que ahora comenzó a mecer su oscura estructura cada vez con mayor fuerza como para sacarse el intenso calor acumulado entre sus pliegues resecos. Afuera, un algarrobo veterano gemía a pocos pasos denunciando la vejez de su follaje altanero y una sinfonía de silbidos de distinta intensidad comenzó a poblar la noche a consecuencia del viento colado a través del follaje. Unas nubecillas muy blancas viajaban rápidamente hacia el Norte, tapando, por momentos, una luna indecisa que brillaba pálidamente al poniente.

Alberto dejó a un lado su diario y salió al exterior con intención de verificar el comportamiento de las estacas y vientos que aseguraban la carpa, pues las ráfagas soplaban con gran intensidad. Piquico quiso acompañarlo, pero su amo lo disuadió con un enérgico gesto.

Cuando Alberto salió, se quedó por un momento observando el compacto grupo de tunales donde había recibido la herida el perro y repentinamente sintió deseo de explorarlo. Tomó la escopeta y la linterna y se encamino hacia allí, pero no lo hizo frontalmente. Rodeando unos garabatos trató de acercarse por un costado, pues pensaba que si alguien estaba allí no sería conveniente que notara su acercamiento. Prudentemente había introducido un cartucho con munición del uno en cada caño de la escopeta y no utilizó la linterna para hacerlo solo si era necesario.