La calidad del sistema democrático se mejora con ideas, debates, argumentos y con capacidad para escuchar al otro. Los insultos, gritos y gestos de violencia que se observaron en la última sesión de la Cámara de Diputados de la Nación revelan una preocupante falta de capacidad para el diálogo.

Para evitar eso, la ciudadanía debe premiar a quienes respetan la pluralidad de opiniones y ayudan a construir puentes. No a quienes los dinamitan.

Se supone que la tarea legislativa consiste, básicamente, en la deliberación y sanción de leyes que tienen como objetivo contribuir al bien común de toda la ciudadanía. Es probable que quienes prefieren promover el conflicto permanente y las agresiones en lugar de apostar por el diálogo civilizado ignoren lo peligroso que es dividir a la opinión pública en dos extremos opuestos. El siglo pasado y el actual están colmados de ejemplos de grupos que, por los motivos más diversos, llegan a cometer actos de extrema violencia contra personas que ven como enemigas. Pero este tipo de situaciones no se presenta en una comunidad de un día para otro. A ese punto se llega luego de practicar durante un largo tiempo un peligroso juego: el de inflamar, con discursos y acciones, las pasiones más violentas. Un juego que consiste en debilitar la idea de bien común para reemplazarla por otra que muestra una realidad simplificada al extremo. De esa manera, no se promueve la reflexión, el pensamiento crítico, el reconocimiento de las propias contradicciones, sino que se alienta una visión sin matices, fácil de digerir, que interpreta y divide la compleja realidad en blanco y negro y que promueve la lógica de amigos y enemigos. De todo o nada.

"Somos tribales. Con los ajenos al grupo podemos ser increíblemente crueles", advirtió hace poco el politólogo alemán, Yascha Mounk, en una entrevista concedida a un periódico español. Mounk es autor de "El gran experimento. Por qué fallan las democracias diversas y cómo hacer para que funcionen". En esa obra, brinda detalles sobre las investigaciones realizadas por el psicólogo social, Henri Tajfel, sobre los aspectos cognitivos del prejuicio, que demuestran lo fácil que es hacer que las personas se odien entre sí cuando se las divide y separa en grupos.

La polarización no es un invento de los profesionales de la política en la Argentina. Es un fenómeno que, en los últimos años, se viene observando en buena parte de los países occidentales. Basta mirar lo que ocurrió en Estados Unidos con los seguidores más fieles de Donald Trump, las confrontaciones entre encumbradas figuras de la política española o las encendidas discusiones sobre migrantes en los países más ricos de Europa, para ver hasta qué punto la exacerbación de las pasiones y la polarización conspiran contra la convivencia pacífica incluso en naciones con una larga tradición democrática.

"Cuando la gente conversa solamente con los que piensan igual, sus opiniones se vuelven más extremas y homogéneas. Para tener una democracia saludable necesitamos que los que piensan distinto tengan conversaciones amplias, honestas y profundas", advierte la bióloga Guadalupe Nogués, autora del libro "Pensar con otros". En ese texto plantea que a todos "nos reconforta pensar que somos seres racionales, pero lo que vemos es que solemos equivocarnos, y de muchas maneras distintas. El tribalismo siempre estuvo con nosotros, y seguirá estándolo. Es importante pertenecer a grupos, tiene valor social y emocional para nosotros. Posiblemente, haya sido algo seleccionado por la evolución en mayor o menor medida, porque estar en una tribu que es buena para nosotros puede ser muy importante para nuestra supervivencia. Entonces, ¿por qué intentar combatir el tribalismo o controlarlo? Porque a veces, aun sin mala intención, puede dificultar nuestro acceso a la verdad, nuestro reconocimiento de cuáles son los hechos, y en muchas situaciones, esto representa una amenaza mayor que dejar de pertenecer a un grupo particular".

Si bien es cierto que el hábito de estrechar relaciones con personas que comparten las mismas creencias se explica en la ventaja evolutiva que tuvo ese comportamiento, estamos en el siglo XXI y es tiempo de salir de la trampa de los prejuicios y la intolerancia para poder construir, entre todos, una sociedad más respetuosa con mayor calidad democrática.

Fuente: https://www.diarionorte.com/