El perro vino hacía él, se paró a un metro de distancia y ladró, como invitándolo a que lo siguiera. Así lo hizo Alberto y a pocos pasos de andar vio el cuerpo del doctor Bravo yacente con la boca hacia abajo, corrió hacia él con desesperación, pues esperaba lo peor; pero cuando le tomó el pulso comprobó que la vida aún animaba el cuerpo de su amigo.

Le dio vuelta con sumo cuidado y sacándose rápidamente la camisa que aún estaba húmeda, le improvisó una almohada que resultó ser muy baja para el caso. El doctor Bravo tenia un semblante muy pálido y sus labios resecos se arqueaban en un desesperado intento por tomar aire. Alberto le desabrocho la camisa y le aflojo el cinturón; después cortando un ramillete de jarilla improvisó una pantalla con la que comenzó a suministrarle aire fresco a su amigo cuyo pecho se movía con exagerado ritmo en su afán por recuperar la vida. El aire puro del bosque, naturalmente esterilizado por la resiente lluvia, tonificó el cuerpo del moribundo que comenzó a recuperarse lentamente y el color volvió a su semblante.

Una hora después y como si hubiera despertado de una prolongada pesadilla, el doctor Bravo comenzó a articular sus brazos y piernas y luego abrió lentamente los ojos. Alberto estaba arrodillado a su lado llamándolo por su nombre.

  • ¿Qué pasó doctor? – fue la primera pregunta.

  • ¿Quién es usted? – fue la respuesta.

  • ¿No me conoce? Soy Alberto.

  • ¿Alberto?

  • ¡si!

El doctor Bravo movió la cabeza y volvió a cerrar los ojos. Otra vez se hundió en un sueño del que no despertaría con facilidad, pese a los esfuerzos de su compañero, que luego de muchos intentos, resolvió trasladarlo hacia el campamento, pero ¿dónde estaba el campamento? Sería tarea muy difícil deambular por el bosque sin conocer el rumbo preciso y con el doctor Bravo a cuesta. Sin embargo, no había otra alternativa mejor. En ese momento reparo en el wínchester como a unos 5 metros del lugar tirados sobre unas ramas y con la culata destrozada. Cerca estaba también la linterna. Luego de recoger ambas cosas se arrodillo a lado del caído, lo hizo sentar y con un rápido movimiento lo ubicó sobre su hombro derecho. Parece que piquico había estado esperando ese momento, pues comenzó a ladrar invitando a que se lo siguiera.

  • Que Dios te bendiga amigo – le dijo Alberto pues advertía que el perro conocía el rumbo para regresar a la carpa.

No fue, tarea fácil el regreso, la maraña y la incomodidad de marchar con el doctor a cuesta, puso a prueba la resistencia física de Alberto, que finalmente consiguió su propósito, cuando el sol ya había trepado alto en el cielo diáfano de la mañana y el calor era bastante intenso. Depositó a su amigo a la sombra de un árbol y corrió en busca de agua para darle de beber y mojarle la cara, con la esperanza que esto lo despierte de su ya prolongado letargo.

El fuerte chapuzón hizo reaccionar al enfermo que otra vez abrió los ojos, mirando con desconfianza, asombro e incredulidad. Alberto comprendió que su compañero aún se encontraba bajo los efectos del shock que le había causado el desmayo, y por eso, solo le sonrió.

  • ¿Todavía no recuerda nada? – insistió Alberto – soy su amigo y estamos aquí usted y yo solamente; al parecer, sufrió una gran emoción que le produjo un desmayo y esta perdida de la memoria que ojalá sea pasajera.

  • Me duele la cabeza y ni siquiera puedo pensar y más me duele cuando quiero recordar – contestó el doctor y se recostó mirando sin interés el mundo que lo rodeaba.

  • No se preocupe, pronto estará mejor y podrá recordar todo. Por ahora comeremos algo.

La comida cocida con premura pronto estuvo lista y los comensales se sentaron a la pequeña mesa plegadiza en silencio. Ninguno de los dos hablo. Alberto sabía que su amigo en esos momentos estaba librando una dura lucha por volver a la realidad. Confiaba en que algún objeto, algún olor o tal vez alguna circunstancia combinada pudiera introducir en la mente dormida de su amigo, algunos recuerdos que le devuelvan la memoria perdida.

Hacia veinte días que Alberto se encontraba completamente solo, pues su compañero llevaba una vida vegetativa. Dormía prácticamente todo el día y de noche su descanso era atormentado por pesadillas horrendas. A menudo despertaba con el rostro congestionado y los ojos inmensamente abiertos; inmediatamente surgía el grito desgarrante, todo su cuerpo se convulsionaba y la transpiración acudía con profusión. Todos los esfuerzos que hizo Alberto por sacar a su amigo de esa situación habían sido vanos. Por eso ya ni le hablaba limitándose a cuidarlo en silencio, aunque no perdía la esperanza de recuperarlo.