Alberto maldijo el momento en que se le había ocurrido explorar los tunales y estuvo a punto de salir otra vez, pero un temor desconocido para él lo turbo por un instante. Era un miedo profundo, aplastante, que erizó todo su cuerpo haciéndolo temblar con fuerza.

Afuera la tormenta arreciaba enloquecida y de tanto en tanto vivísimos relámpagos mostraban una pesada cortina de agua descolgándose con furia colosal.

Alberto consulto su reloj; eran las 05:30 de la mañana.

  • Pronto aclarará – pensó – y con recios impulsos alimentó la presión del farol que estaba a punto de apagarse. La luz fuerte le trajo un poco de tranquilidad y paulatinamente fue recuperando la calma. Con movimientos automáticos busco un cigarrillo, pero el paquete que tenía en el bolsillo estaba desecho por el agua. Sintió frio, cansancio y sueño, pero la ausencia de su compañero y más aún la posibilidad de que en ese momento podría estar requiriendo su auxilio quizás acechado por ese extraño ser que momentos antes había estado a punto de sorprenderlo a él, hizo renacer en sus venas el fuego vital de la juventud; que da confianza y coraje. Otra vez salió afuera y su pecho ya empapado, recibió el recio ramalazo de la lluvia vertical, blanca y espesa. Era imposible divisar a más de 4 metros de distancia y menos aún de escuchar ruido alguno, que no fuera el de la fragorosa precipitación. Camino sin prisa sintiendo que sus pies se hundían en charcos por momento bastantes profundos pues el agua comenzaba a ocupar todas las zangas y depresiones. Como no veía prácticamente nada, en más de una ocasión la floresta espinuda le desgarró la ropa y le hirió la cara y las manos.

Alberto no pudo calcular cuánto caminó y si en realidad lo hizo en una dirección recta o no, pues no se había formulado plan de búsqueda alguna antes de emprender el recorrido; por otra parte, la oscuridad reinante, el desconocimiento sobre el terreno que transitaba y la ausencia de puntos de referencia, hicieron que finalmente se sintiera completamente desorientado.  Alberto comprendió que estaba perdido, que no podía responderse en qué dirección quedaba la carpa. Su situación no era de la más cómoda ya que si no hubiera llovido, quizás podría regresar desandando sus huellas, pero éstas habían desaparecido por la tormenta.

Repentinamente dejó de llover y el cielo comenzó a despejarse rápidamente, las nubes tormentosas eran arreadas por fuertes vientos y a la luz creciente del amanecer, mostraron formas redondeadas y cambiantes en su veloz desplazamiento hacia el Norte. Nubes vaporosas de contornos indefinidos comenzaron a tomar un tinte rojizo denunciando que, por ese lado del horizonte, salía el sol. Una leve brisa aún soplaba desde el Sur moviendo apenas el follaje mojado de los colosos del monte; abajo, los exuberantes matorrales todavía eran manchas oscuras he imprecisas.

Alberto sabía que había tomado un rumbo general Este- Oeste cuando abandonó la carpa y creyó conveniente dirigirse en forma recta hacia el naciente pues no deseaba alejarse más del campamento sin antes contar con una brújula. Había sido una imprudencia internarse en la espesura sin ella y sin tomar precauciones para no extraviarse.

Caminó despacio tratando de grabarse cada detalle que observaba, la forma de los árboles, ramas caídas y otras particularidades del camino que le pudieran ayudar en el reconocimiento de la zona. El sol no tardó en presentar su bella estampa y otra vez, como seguramente habrá ocurrido en el Paleolítico inferior, un hombre, acechado por las sombras, sintió una indescriptible alegría al ver al astro rey. Entre Alberto y ese hombre de las cavernas, había millones de años, pero lazos ancestrales los unían a través del tiempo. Lazos que volvían a cobrar fuerza por imperio de las circunstancias, pues el hombre vuelve a ser esencialmente el mismo.

Un aullido agudo lejano y prolongado rasgo la humedad de la mañana y viajando por encima de los árboles mojados, llegó a los oídos de Alberto. Inmediatamente reconoció que se trataba de piquico y a juzgar por la intensidad, calculo que podía estar a más a unos 300 metros de ahí. Sin embargo, no pudo dirigirse en forma recta hacia ese lugar pues, una barrera espinosa e intransitable se levantaba entre él y el lugar de donde, al parecer, había surgido el lamento del perro. Trato, no obstante, de mantener la dirección general, pero dando pequeños y a veces amplios rodeos para sortear los obstáculos insalvables. Más de una vez por insistir en una dirección determinada, llego al límite de verse prácticamente atrapado por el monte. No había planta que no tuviera espinas y alguna de ellas, de tamaño escalofriante, como la del vinal que frecuentemente alcanza a 35 cm de largo. Pero los más molestos y casi inevitables eran una especie de penca erizada de cientos de espinas finas, agudísimas, largas y delgadas, cuya pinchadura producía un ardor insoportable y persistente. Pasadizos bajos producidos por el tránsito de las criaturas salvajes menores obligaron a Alberto a caminar agazapado y a veces, a cuatro pies, tratando siempre de conservar la dirección. Otro aullido, esta vez muy próximo, le indicó que piquico estaba muy próximo a él. Entonces lo llamó y sintió que el perro avanzaba ladrando con estridencia. En su ladrido no había alegría, pero si apremio pues era evidente que algo quería trasm