La envidia no tiene que ver con querer tener lo que otro tiene. El envidioso sabe que no podrá tenerlo y entonces: quiere destruirlo.

Y uno mira para los cuatro costados, levanta la cabeza por encima de su propio hombro y pone cara de desconcierto.  

¿Qué es lo que quiere destruir sino tengo nada?

Tu nada es el todo, para aquél que nació, pero olvidaron traerlo al mundo.

Entonces tu todo, a veces, el amor que te tienen.

La sonrisa que te asalta la cara.

La libertad de poder tomar tus decisiones.

Tu mirada amorosa y relajada.

El amor que tenés para dar.

La forma en que vibrás.

Los vínculos que construiste.

Tus logros chiquitos que no necesitan venir en la tarima de una carroza anunciado que tocaste tu campana.

Tu energía.

Tus expectativas pequeñas.

Tu capacidad de disfrute.

Tu bondad.

Tus virtudes.

Y un montón de pequeños gigantes que te habitan la vida.

Eso es digno de envidia, para quien no puede construir lo más simple y supone que la palabra que destruye le puede aliviar un poco su propia frustración.

Por eso cuidado.

Porque antes de recibir una crítica en la que sobrevuela la intención de crear un malestar, mirales la vida.

No lo que tienen.

Tener, tiene el que puede con una pincelada de esfuerzo, suerte y voluntad.

Pero la vida con la que son capaces de acobijar ese cúmulo de cosas que simplemente son cosas, es arena de otro costal.

Nadie puede dar una crítica constructiva atravesado por la envidia.

Esas críticas no son criticas.

Son bocanadas de veneno.

Huir es cuidarse.

No los escuches.

No los mires.

No los comprendas.

No dudes de vos.

Mirales la vida.

No lo que tienen. 

No lo que dicen. 

Lo que generan.

La vida.

Mirales la vida y cerrales la tuya