En las últimas décadas se han aplicado recetas elaboradas a partir de recomendaciones propuestas por distintas escuelas de pensamiento económico, pero una y otra vez, el aumento constante de precios volvió a poner contra las cuerdas a la gestión de turno.

Además del sismo que provocó la hiperinflación de fines de 1989, el país tuvo en el último siglo enormes dificultades para lograr cierta estabilidad de precios. Según algunas estimaciones, en los últimos cien años el promedio anual del índice inflacionario se mantuvo en un 62%.

Esto quiere decir que varias generaciones de argentinos vivieron más tiempo viendo cómo se esfumaba el poder adquisitivo de sus ingresos que gozando de una relativa estabilidad que, como ocurrió durante largos períodos en otros países del mundo (aunque, vale aclarar, no es lo que ocurre en este momento particular de la historia mundial) permitió concretar proyectos a largo plazo.

Pero no hace falta ir muy lejos para comprobar cómo otras naciones lograron, a su manera, mantener dentro de parámetros razonables las principales variables macroeconómicas. En América Latina se puede citar el ejemplo de Paraguay, cuya tasa de inflación se mantuvo por debajo del 38% en los 61 últimos años.

A la hora de explicar el fenómeno inflacionario argentino, algunos economistas sostienen que, en rigor, la suba de los precios es un síntoma y que la raíz del problema está en que el país gasta más dinero de lo que obtiene en el mercado global. Por eso, afirman, necesita endeudarse y cuando no puede pagar lo que debe, se ve obligado a refinanciar una y otra vez sus deudas.

Pero más allá de los vaivenes en la economía nacional, y sin dejar de reconocer que la crisis que desató la pandemia complicó aún más las cosas, este año la Argentina se encontró con un contexto internacional que, en teoría, debía beneficiar a su economía. En efecto, el conflicto en Europa del Este hizo que el precio de las materias primas que el país exporta alcanzara niveles históricos.

Los términos de intercambio, es decir la relación entre los precios de exportaciones nacionales y los precios de las importaciones se convirtieron en los mejores de las últimas tres décadas y es por eso, básicamente, que la recaudación por exportaciones de este año mostró registros muy altos. Se supone, entonces, que deberían estar sobrando dólares, porque hay un récord de exportaciones.

Sin embargo, la economía nacional no solo no se benefició con el nuevo escenario, sino que, por el contrario, lo que sucedió fue un descontrol de las principales variables. Por estas horas la economía vuelve a emitir señales de un preocupante deterioro, pese a que la Argentina es uno de los 6 países de la región más beneficiados por el actual contexto internacional, junto con Chile, Perú, México, Colombia y Brasil.

Al aumento del riesgo país se suman las presiones devaluatorias y las crecientes dificultades del Banco Central para acumular un piso de reservas. Una razón de esto, advierten algunos estudios del fenómeno, es el déficit energético. Y en este punto se ingresa en otro terreno difícil de entender: a pesar de tener grandes reservas de energía, el país en este último año volvió a ser importador neto y por eso tuvo que destinar cerca de 2.000 millones de dólares de reservas a la compra de combustibles y gas natural, en un momento en el que los precios de los mismos están en aumento.

Con todo este escenario de fondo la moneda nacional, el peso, vuelve a estar entre las monedas que más se devaluaron frente al dólar durante este año, solo superada por la lira turca. Como contrapartida el billete estadounidense se posiciona una vez más en el centro de la agenda política, como bien señalan Mariana Luzzi y Ariel Wilkis, autores del libro "El dólar.

Historia de una moneda argentina", en el que se observa que esa moneda extranjera ya es parte de la cultura popular y de la vida cotidiana de los argentinos. Tanto es así que, para Luzzi y Wilkis, para gobernar a Argentina primero hay que gobernar el dólar.